JOSÉ MANUEL PENA/ Cada día era igual al anterior… La angustia se acrecentaba a la salida del sol. Antes del desayuno me acercaba a la finca de mis padres y la visión era siempre la misma. Decenas de urracas, cuervos y otras pequeñas aves perecían en el suelo. Eran otros tiempos, mi adolescencia inconsciente me impedía dar los pasos oportunos para defender a las aves indefensas e inocentes.
Al poco tiempo supe que las aves no morían por alguna rara enfermedad o a manos de algún cazador furtivo. La culpa era de los cables de alta tensión que pasaban a lo largo de varios kilómetros, en línea recta, por todas las fincas del lugar. En aquellos tiempos, la década de los 70, poco o nada se decía sobre la defensa del medio ambiente y de la protección de la naturaleza. Lo importante era que las viviendas disfrutasen de energía eléctrica aunque centenares de aves pagasen tan vil tributo.
Ahora, aunque un poco tarde es de agradecer, el gobierno obliga a modificar las instalaciones eléctricas de alta tensión para adecuarlas a diseños inocuos para las aves y otorga para ello, a las empresas, un plazo no superior a cinco años. Por fin las aves estarán protegidas de la mala entendida sociedad moderna y avanzada. Estas líneas eléctricas aéreas son la causa de la muerte no natural de las aves y de decenas de miles que fallecen cada año electrocutadas en España.