JUAN MANUEL VIDAL, sociólogo y periodista
Antaño éramos esclavos de nuestro patrimonio, de nuestro origen, de nuestra estirpe. Incluso el escritor cántabro José María de Pereda lo literalizó en una de sus magnas obras, “El sabor de la tierruca”. Pero mucho agua ha pasado bajo el puente para que ese vínculo consanguíneo se haya roto.
El refranero español tampoco ayuda mucho, pues ya reza que “uno no es de donde nace, sino de donde pace”, y son muchos los que se han visto obligados a migrar en pos de un futuro mejor. Es cierto que las esencias permanecen en uno, pero ya no son un lastre para anclarnos a la tierra.
La posesión como sistema de tenencia de un patrimonio inmobiliario se ha demostrado en estos tiempos modernos que ha quedado obsoleta en favor del arrendamiento. Y bienes de otra índole, como cuadros, vehículos, relojes, etc., pasan frívolamente de mano en mano y, como la falsa moneda de la copla, nadie se la queda. Un lastre menos.
Desde la antropología sería cuestionable el desapego por la tierra que antes nos ataba de forma inexorable. Pero las virulencia con las que han afectado los diferentes ciclos económicos a ciertas zonas ha producido en unos casos éxodo rural cuando no migración internacional.
No puedo negar que a todos nos emociona oír hablar de “nuestra tierra” cuando estamos lejos, pues el recuerdo brota desde lo mas hondo de nuestro corazón, pero el sustento no siempre entiende de tamaña ligazón y estalla donde menos se lo espera.
Así obraron nuestro abuelos, nuestros padres o incluso hasta los hermanos mayores, si bien en algunas regiones eran los primogénitos quienes gozaban de la prioridad en el reparto. Pero tras una época de acomodamiento, vemos que son nuestros hijos quienes resucitan el modelo.
No hay trabajo para ellos, no hay progreso para los que pueden rendir, en definitiva, no hay futuro. Las mejores expectativas, que no las falsas, hablan de una paulatina recuperación durante un periodo de 4-5 años, lo cual es insoportable para cualquier estado de necesidad.
Las familias han recuperado su valor como garantes de un estado de cierta seguridad y por tanto vinculantes de nuevo con la tierra, pero si otrora ésta era de promisión y nutría a las gentes que la cultivaban, hoy son eriales donde avispados han hincado sus garras para especular, pero a unos precios desorbitados que fomentan el desapego por una cuestión de ajuste presupuestario.
El modelo socio-económico vigente ha fracasado. Tal vez sea momento de replegar velas y volver a los orígenes, pero entonces añoraremos todo aquello que un día tuvimos hasta que el tsunami de la crisis lo arrasó por completo y nos quedamos a cero.
Tal vez con ello y como efecto colateral lograríamos evitar el disparate administrativo que nos hace estar vinculado a tropecientas entidades locales, regionales, provinciales, comunitarias, nacionales, europeas, mundiales, etc., que están supurando nuestros bolsillos y obligándonos a dejar atrás nuestra tierra a la que volvemos, aunque no sea navidad.