JUAN MANUEL VIDAL*/ Pasados los oropeles navideños, tras la mágica visita real, volvemos a la cruda realidad, esa que brota salvaje como el río en la montaña, de forma abrupta e incontrolable. Durante unas semanas hemos sucumbido al anestésico mundo de los sueños irrealizables que, salvo a los monarcas, no a todo le mundo le habrán llenado de satisfacción, sino de deudas. Pero hora es de regresar a la narrativa de nuestras vidas, sin edulcorantes.
Atrás quedarán los excesos que ahora pagaremos, si no con creces, sí con tarjetas huérfanas de crédito que, ahítas de tanta cópula gastadora, por cuanto entran y salen sin cesar ni protección, suplican un descanso merecido, bien sea de inmediato o con mucha prórroga hasta fin de rebajas, por eso de darle un último aliento al “mardito parné”.
Nuestras neveras habrán sufrido las voraces embestidas de familiares ociosos. Pasadas estas fiestas “tan entrañables”, sus frías y desérticas baldas encontrarán la triste compañía de una salsa con moho y de un malogrado langostino que un día soñó ser manjar, pero afronta ahora una jubilación llena de incertidumbres.
Algo mejor será el destino de esas botellas que nadie se bebió, pero de las que nos vamos olvidando hasta que un día demos cuenta pasados los meses y nos evoque ese tiempo pasado “tan feliz”. Así como los turrones de yema, que quedan para el partido de homenaje o para cubrir la baja de ese postre que nunca se compró.
No muy diferente será la vida de esos libros absurdos que nos regalaron y que quizá nunca leamos, que se van apilando en las estanterías con el juramento de pasaportarlos un día lejano al pozo de la cultura propia, si bien se atragantan una y mil veces, porque la tía Julita o el primo Nicanor no sabían de nuestros gustos y tiraron por la obra de en medio, con buena fe, eso que no falte, pero nulo acierto. También podrá servir de sepultura de papel para la foto que no hemos roto todavía.
Lo mismo podríamos decir de esa camisa, de este cinturón, de una corbata imposible o de aquella batita de andar por casa que más parecería obra del señor oscuro de Mordor que alguien que dice querernos sin conocer ni tan siquiera la periferia de nuestro gusto, porque tampoco preguntan, por miedo a quedar mal o destripar la presunta sorpresa.
No se salvan de la quema padres o cónyuges, cuya predisposición para las compras es inversamente proporcional a la de sus parejas, de ahí el desatino de regalar lencería gruesa o calzón hortera; blusas que no hacen juego ni en la ruleta; sombreros que ni las damas de Ascott se pondrían; o zapatos que desecharían hasta las hermanastras de Cenicienta. Yo, en aras a la austeridad y utilidad, me he regalado un pelador de frutos variados de la tierra que contamine poco.
He dejado conscientemente a un lado los perfumes, pues con ellos llega la abominación más cruenta de estas fiestas: el dilema entre perfumar o ser perfumado por alguien. El ataque furibundo, aspersor en mano, de esos jóvenes temporeros en las grande superficies, constituye una agresión al medio ambiente olfativo, es decir, al más indefenso de nuestros sentidos, pero nada comparable al aroma embriagador que te endosan en Navidad, capaz de marear al más vivo, y que durará hasta la última gota… salvo precipitación accidental.
Por todo lo anterior, no es para menos que el vil metal ruegue una oración por su alma después del prurito de gasto CULPABLE e incensante y bien podría aplicarle los santos óleos el bancario de turno, si no fuera porque eso implicaría una cuenta menos. De ahí que más bien nos den sus bendiciones, aunque luego acumulen el ocre de nuestros números parcos.
Estas vampirizantes fiestas nos dejan exangües, si bien algunas personas solo hallan transfusión compatible, y por tanto consuelo, en el consumo desenfrenado, ora en alimentación, ora en regalos, ora en rebajas… da igual, los glóbulos blanquirrojos y las plaquetas se transfieren por el consumo, para alegría, y hoy en día alivio, de pequeñas, medianas y grandes superficies comerciales.
Así, la extasiada cuenta, cada vez menos corriente, dará sus penúltimos coletazos con visos a una cuesta de enero que promete ser luenga y compleja, amén de trabada, para quienes no supieron moderar su ávida pasión por las compras y lloran ahora amargamente su estulticia.
Los avisos de antaño suenan ahora a “toque de difuntos”, pues el “ya te lo dije” cede el paso al “morirse de ganas” al no tener por haberlo gastado. Pero quien avisa no es traidor ni está obligado a más, pese a acabar “pagando los platos rotos” ajenos, pues la conducta temeraria de los primeros ha de ser cubierta por los segundos para no dejarles con los glúteos al aire y mirando a la bahía.
Quizá fuera hora de ir haciendo balance sobre lo que hicimos, lo que no debemos repetir o simplemente lo que haremos si por un remoto casual, con permiso de la autoridad y si el tiempo o un oportuno meteorito no lo impide, hubiera o hubiese futuro.
Tal vez el resto del año no podamos desenfundar nuestras tarjetas, cual pistolero avezado, ya que éstas se habrán agarrado a nuestros bolsillos como la gripe a los pulmones y, ríete tú de los tigres de la jungla, que los que aparecen en las perneras y bolsos de propi@s y extrañ@s son más fieros y hambrientos.
El espejo será indiscreto al chivarnos que todos los excesos gastronómicos se pagan, pero a fe mía que será la caja quien gane una vez más, como en el monopoly, cuando el signo menos anteceda a los dígitos de nuestra infelicidad traducida al lenguaje binario de unos y ceros, no necesariamente por este orden.
Habrá personas prudentes que hayan nadado en las procelosas aguas navideñas guardando la ropa, igual que habrá otras osadas que, émulas de la Williams o el Weismüller, lo hayan hecho a calzón quitado sin conservar para luego hallar.
Con todo al menos nos queda la honda satisfacción de que ya tocan a su fin: que los arbolitos desmontables, los belenes llenos de ríos de aluminio y los confetis, dormirán el sueño de los justos hasta dentro de un año; que ya no habrá que confraternizar con el compañero pelma o vecino; ni ver al pariente de efectos eméticos sentado a tu vera, a la verita tuya…
Por fortuna el estado de alerta navideña será derogado la madrugada del 7 de enero y podremos volver a ser… ¡tan infelices como siempre, eso sí, un poco más pobres…!
*Juan Manuel Vidal es sociólogo y periodista