JUAN MANUEL VIDAL*/“Fumar es un placer…genial, sensual….Fumando espero, al hombre a quien yo quiero… Y mientras fumo, mi vida no consumo porque, flotando el humo, me suelo adormecer…Por eso, estando mi bien, es mi fumar un edén. Dame el humo de tu boca…anda, que así me vuelvo loca…” Así cantaba la gran Sara Montiel en 1957, cuando protagonizó la película “El último cuplé”.
Esta licencia literaria viene pintiparada para el tema que nos ocupa: la implantación, el pasado 2 de enero del 2011, de la Ley Antitabaco. Emulando a los reporteros de guerra, contaré la batalla abierta entre defensores y detractores de la forma más aséptica posible. Aclaro a suspicaces que no soy fumador, pero tampoco paladín de la causa antitabaco.
He vivido entre fumadores casi toda mi vida, lo que me ha convertido en fumador pasivo. A buen seguro habré visto mermadas mis capacidades olfativas por convivir con fumadores en casas, oficinas, bares, estadios, etc., pero también lo han sido por la acuciante contaminación urbana, por la falta de aseo en plena hora del transporte, por las emanaciones de gases comunitarios, etc., y no por ello se han tomado medidas proporcionales contra los causantes como las adoptadas ahora contra los fumadores, chivo expiatorio sobre el que verter y canalizar la ira colectiva: ¡Ahora le toca a quien fuma, no a quien emite derivados del diésel desde el trasporte público!
Recientemente seguí con atención un foro de Internet que un medio de comunicación abrió sobre el particular, donde “activos y pasivos” del tabaco opinaban a pulmón batiente. Por economía de espacio y ahorro en el esfuerzo de su lectura, les sintetizaré lo mas fidedignamente posible los casi 250 comentarios a que dio lugar.
Hubo opiniones para todos los gustos, duelos dialécticos, pros y contras, como en todo tema de conversación donde se contrastan los pareceres. Hubo quien apeló al perjuicio de la minoría del sector fumador (según diversas fuentes, un 30%), frente a la mayoría de beneficiados, cuando antes se invertían los papeles con idénticos ratios.
Muchos mostraban que ahora el ruido y la suciedad se habían trasladado a la puerta y alrededores de los bares y oficinas, cuando antes se concentraba en su interior; los había que rechazaban la delación de sus prójimos a modo de colaboración ciudadana; otros se congratulaban porque sus ropas ya no olían, sus narices no se colapsaban, no les picaba la garganta y sus ojos no se irritaban; algunos, comprensivos, apelaban al papel de la administración como facilitadora de tratamientos para dejar la adicción, frente a la prohibición dura.
Entre los fumadores se exigía que no se hablase de ellos cómo delincuentes, sino quizá más como adictos y con dificultad para salir de ello; alguno apelaba a la ironía al reconocer el amparo de los derechos de los no-fumadores, pero calificaba de desmedido que los fumadores no tuvieran ningún derecho ni lugar donde tomarse un café, dudando de si la Constitución era igual para todos, y pedía más tolerancia.
Resulta curioso que ciudadanos no identificados como hosteleros, volviesen sus ojos hacia el presunto perjucio causado contra los negocios de éstos, si bien había quien consideraba que era pronto para hacer balances de lo llenos o vacíos que estaban los bares, al coincidir la medida con la crisis, la cuesta de enero, los excesos de las fiestas, debiendo esperar unos meses para ver el grado de afectación. También algunos “barrían para casa” señalando esta ley como causante del cese de los negocios, cuando, como bien recordaba otro lector, “esta medida lleva años siendo normal en el resto de Europa…”.
[Leve ex-cursus. En mi opinión, aquí se hizo muy mal por demorarla dos años, implantando medidas provisionales de adaptación en las que hubo que invertir dinero hoy tirado a la basura. De haberse aprobado entonces, no hubieran dado razones de protesta al gremio hostelero. Éste se quejaría, pero por otros motivos.]
Finalmente, hubo quien apeló a las cifras de muertos por tabaquismo, mientras otros defendían su derecho a “pulir” sus vidas como ellos quisieran; los que se escudaban en la protección de los menores; los que miraban la caja registradora como razón de ser; los que señalaron la medida dentro de un cupo de acciones de distracción cuyo resultado se canjearía en votos contrarios en las próximas elecciones…
Como en toda guerra y ésta, aunque dialéctica, lo es, hay víctimas y no podemos sustraernos de sus consecuencias. Habrá caídos, damnificados y beneficiados, habrá quien se enriquezca y quien pierda todo. Pero ya saben, “si vis pacem, parabellum”.
La tolerancia debe ser bien entendida y mientras seamos complementarios, podremos vivir en equipo. Los derechos individuales terminan justo donde empiezan los de nuestros semejantes, pero el bienestar de la mayoría siempre debe estar por encima del bienestar de la minoría. Hasta ahora, esto ha sido al revés.
Creo que la metáfora manida de la pipa de la paz puede evocar ámbitos de tolerancia e incluso de evasión y huida ante el fragor y dureza de la vida cotidiana o de lo cotidiano de la vida, de la transculturalidad y el pluralismo. No quiero para los demás lo que no querría para mí. Deploro cualquier forma de exclusión, tenga el origen que tenga. La convivencia pacífica es posible, respetando sus derechos, con clubs privados para fumadores, pero también respetando a los que nunca cantarían, como Sara Montiel, que fumar sea un placer.
*Juan Manuel Vidal es sociólogo y periodista