JOSÉ MANUEL PENA/ Con la revolución industrial la fábrica pasó a ser el medio principal de producción de bienes. El trabajo allí desarrollado comenzó a ocupar un lugar de prestigio y todo lo que quedó fuera, como el trabajo doméstico o de cuidados, se consideró inactivo e improductivo, haciéndose invisible. Desgraciadamente, en la actualidad, aún perdura esta concepción, de forma que aquellas personas que se ocupan únicamente del trabajo de la casa (mayoritariamente mujeres) son consideradas oficialmente “inactivas”.
La mayoría de las mujeres, por no decir todas, son las responsables de dar los afectos para todos los miembros de la familia, animándoles en sus proyectos, ayudándoles en los malos momentos, comprometiéndoles e intentando siempre que exista la mayor armonía posible. El trabajo doméstico no tiene horarios, comienza por la mañana temprano, dura hasta la noche y, a veces incluso, durante la misma. No hay días festivos, vacaciones y no tiene retribución económica alguna. Esto es así, una realidad, pero en muy pocos casos es reconocido social y políticamente.
En demasiadas ocasiones la rutina, el aislamiento y la soledad, unido a la desvalorización y el escaso reconocimiento en una sociedad que tiende a premiar únicamente los trabajos que generan ingresos, puede provocar que muchas mujeres tengan ansiedad y depresión, sensaciones de inutilidad y angustia. Es evidente que el trabajo doméstico sigue permaneciendo en un segundo plano por ello sería necesario reconocer y hacer que se valoren las funciones que desempeñan las amas de casa, que en la mayoría de los casos son nuestras propias madres.