Sin duda fue la persona que más marxistas ha creado a los largo de la historia. Su tranquilidad, su cara dura, su ingenio, su desparpajo para reírse de todo el mundo – empezando por sí mismo -, la carencia de vergüenza, la cara dura y no haber perdido jamás la perspectiva de quien ha vivido siendo pobre, hicieron de Groucho Marx, uno de los iconos del siglo pasado, por el que transitó deslumbrando con una característica que se perdió el día que murió, un 19 de agosto de 1977: la capacidad de hacer pensar.
Nacido en Nueva York el 2 de octubre de 1890, en el seno de una familia judía, Julius Henry Marx fue el cuarto de seis hermanos. Junto a ellos, inició su andadura profesional y se subió a las tablas de los más oscuros escenarios de la Costa Este. Tras unos cuantos triunfos en Broadway, Los hermanos Marx decidieron sumarse al cine sonoro y explotar su ingenio lírico. Sin mostrar ápice alguno de respeto por la industria, el cuarteto se encontró con el productor Irving Thalberg, una de las personas más poderosas de los estudios de cine y a la que doblegaron con su humor.
Fruto de esta unión, nacieron dos de los filmes más reconocidos de la banda: “Una noche en la ópera” (1935) y “Un día en las carreras” (1937). Capaz de tallar su nombre en la historia cinematográfica antes de fallecer, Marx fue un genio del séptimo arte que arrastró el género humorístico hasta unas alturas que muy pocos habían alcanzado antes. Una vis cómica inteligente y perspicaz y una imagen dominada por aspectos fácilmente reconocibles fueron las claves del éxito para este neoyorquino, que conoció el éxito gracias a su interpretación en la obra “Cocoanuts” en Broadway.
El puro habano, las cejas gruesas, las gafas y un gran bigote fueron las señas de identidad de ese humor transgresor que no respetaba el orden establecido. Sin embargo, serían las locuciones esplendorosas y los juegos de palabras los que lo definieron como un genio difícil de imitar. Unas frases épicas que se han convertido en “leitmotiv” de revoluciones, himnos de una peculiar forma de entender la vida en el que no hay tiempo para el mañana. “¿No es usted la señorita Smith, hija del banquero multimillonario Smith? ¿No? Perdone, por un momento pensé que me había enamorado de usted.”, decía pícaramente este apasionado de las mujeres.
En contra de lo que había decidido, que pusieran en su lápida el epitafio “Perdone que no me levante”, su familia no le hizo caso y en su tumba solo está escrito su nombre y en ella no falta de nada, desde cajas de puros a bufandas y hasta algún que otro sujetador…esto sí que le habría hecho gracia.