Cristián López. Felipe Carnotto para vigoalminuto/La ciudad de Gevgelija vive ajena al drama que se esconde a apenas un quilómetro de sus casas. La tranquilidad domina el día a día. Si uno aterrizará en este lugar de Macedonia, de algo más de 15.000 habitantes, le resultaría difícil advertir la afluencia masiva de personas que llega a su frontera desde hace tres meses.
A las afueras de la ciudad están la estación de tren y autobús. Allí se encuentra la frontera irregular con Grecia, sólo apta para refugiados. Las autoridades locales se encargan de regular este flujo migratorio. Salen del campo de refugiados en pequeños grupos, de entre 30 y 50 personas, y cruzan el puente de Gevgelija, dónde decenas de taxis y autobuses les esperan para transportarlos cara el paso fronterizo con Serbia. Algunos son separados de su familia o de su grupo por el riguroso cupo impuesto por la policía macedonia.
“¡Serbia 100 euros!”, gritan los taxistas, que se abalanzan sobre los refugiados que van llegando por un camino de tierra y piedras hacia la frontera. Otros suben a destartalados autocares cuyo precio ronda los 20 euros por persona. Entre la población local, algunos vecinos han visto la oportunidad de hacer negocio. Venden cigarrillos, patatas fritas o fruta. La presión es constante sobre los refugiados. Dentro del campo de migrantes de Gevgelija, los agentes conducen a grupos enteros hacia una parada de tren. Quienes no disponen de dinero para pagar un transporte se agolpan en el andén para conseguir una plaza hacia Tabanovce, el pueblo que linda con la frontera serbia.
La desesperación y el cansancio son la cara de la crisis de los refugiados. Viajan con lo puesto. La mayoría son sirios, pero también encontramos afganos, iraquíes, bangladesíes o subsaharianos. Muchos con sus hijos en brazos, exhaustos por las largas caminatas y el sol que cae a plomo en los Balcanes.
Un viaje “malaka” a Gevgelija
Para llegar desde Grecia a Macedonia, la forma más sencilla es coger un taxi. Nos montamos en uno en Tesalónica. “Un artista”, nos comentan entre risas sus compañeros. El taxista arranca hacia Macedonia pero nos dice que debe parar por su pasaporte para cruzar la frontera. A 180 kilómetros por hora, sin cinturón y colgado del móvil medio camino. “Malaka”, el insulto más común en el país heleno, con numerosos significados, es la palabra que más sale de su boca. Nos pasea por el suburbio de Evosmos, en la periferia de la segunda ciudad griega. Un barrio con edificios de cemento y ladrillo, con calles estrechas, dónde en ocasiones parece un milagro que pasen dos coches. “Mi hijo que está loco”, bromea con nosotros cuando le preguntamos por qué grita enfurecido al telefóno. Finalmente, resuelve el trámite y cogemos dirección norte. Enfilamos la carretera E75 adelantando a todos que, como es costumbre, se echan al arcén.
En la frontera con Macedonia, la policía nos mira con recelo. Se baja del coche y negocia con un agente. Cuando llegamos a Gevgelija, el precio acordado ha subido. Quiere cobrarnos por las vueltas por su documentación y nos dice que tuvo que sobornar al aduanero para pasar. Tras varios minutos de negociación, acabamos pagando algo más. El taxista se despide corriendo porque un homólogo macedonio se le encara por circular en su país.