Cristián López. Felipe Carnotto para vigoalminuto/El tránsito es constante. Cargan a cientos de personas en un tren y, pocas horas después, ya está llegando la siguiente multitud. Las autoridades macedonias levantaron el campo de refugiados de Gevgelija en medio de la nada, en los campos de tierra que conectan con la frontera griega. El objetivo es evitar que se dispersen entre la ciudad y que pasen lo más rápido posible a Serbia, sin entrar en contacto con la población local.
Atfan Bilal es un paquistaní de 29 años. Huyó junto a sus amigos por el acoso de los talibanes que, según cuenta, imponen un clima de terror en su país. Quiere llegar a Barcelona dónde vive desde hace dos años su hermano mayor. No sabe cómo alcanzará la ciudad catalana, porque la ruta de los Balcanes le conduce directo al norte del continente. “Una vez en Europa podré moverme sin problemas, ahora sólo busco llegar a un lugar seguro”, cuenta con una sonrisa, cuando descubre que venimos del país que espera alcanzar.
Un militar grita por un megáfono en el campo de refugiados. Es la llamada del siguiente tren. Muchas personas no entienden su mensaje, en un inglés deficiente. Para al primero que pasa a su lado y le chilla que traduzca sus órdenes al árabe. Empiezan a acercarse grupos desde las tiendas de plástico instaladas por las organizaciones humanitarias y otros que descansan en las pocas sombras que hay.
Todos preguntan cuándo llegará el siguiente tren. Llevan varias horas esperando, reponiendo fuerzas y haciendo acopio de víveres que reparten en furgonetas. En cuanto abren la puerta de una de ellas, decenas de personas se amontonan para conseguir algo de leche, pañales, comida o mantas. Otros aprovechan para recargar sus móviles sobre una mesa llena de ladrones y cables. Les quedan por delante 200 quilómetros hasta Serbia, donde de nuevo tendrán que cruzar la frontera a pie, en una caminata de dos horas hasta el siguiente campo de refugiados, en Presevo.
El viejo ferrocaril macedonio tarda tres horas, tiempo durante el que cerca de medio centenar de personas esperan en dos grandes carpas. Los militares ordenan a todos sentarse. “Puede tardar media hora, o una hora”, contesta de malas maneras uno de los soldados, tras unas gafas de sol que no ocultan su duro semblante. Él se encargará de dirigir a los refugiados al tren, como si fuesen ganado. Sus compañeros vigilan que nadie se salte los controles.
En la puerta de cada vagón se juntan los refugiados con el dinero en mano, tratando de entrar rápido para encontrar sitio en un espacio que, en pocos minutos, estará abarrotado de personas, maletas y carritos de bebé. El calor es sofocante fuera, pero dentro la sensación es casi irrespirable. Cuando todos están montados, al fin, el ferrocarril parte hacia el norte. Los militares se retiran entre risas. Atrás, el campo de refugiados queda desierto. Tan sólo los restos de basura recuerdan el paso de miles de personas.
Horas después el ciclo vuelve a empezar. Un ciclo que en los últimos tres meses no ha cesado y que, a la vista de las negociaciones infructuosas de los líderes europeos, continuará mañana.