Tal vez, lo excepcional sea que el máximo dirigente de una institución que condenó a quien demostró que la tierra redonda o que giraba alrededor del sol; que quemó a quien probó que la sangre circula por el cuerpo, que se opone a la investigación con células madre, a la fecundación in vitro, que ofrece como alternativa a la eutanasia la preparación vital para la muerte, como si ésta pudiese aliviar el dolor insoportable, que compara el sexo con la adicción a las drogas o asegura que la homosexualidad es una enfermedad, se atreva a dogmatizar sobre asuntos científicos.
No me parece mal que Su Santidad llame a la abstinencia. Es una alternativa respetable. Requiere sacrificio, unas creencias firmes, voluntad, diálogo y acuerdo cuando se practica en pareja, seguridad, determinación, es voluntaria y, sin duda, efectiva contra las enfermedades de transmisión sexual. Sin embargo, ese llamamiento sería mucho más eficaz si antes exigiese a numerosos sacerdotes que se abstuviesen de abusar sexualmente de niños, a varios obispos que se abstuviesen de ocultar dichos abusos y de dejar de denunciarlos cuando tengan conocimiento de ellos, si se abstuviesen de condenar el sexo consentido y, también, se abstuviesen de evitar que quienes practican la pederastia sean juzgados y condenados por ello pues se trata de un delito universalmente reconocido.
¿Qué es lo excepcional? ¿No lo será viajar a Camerún, donde cada año mueren 49.000 personas a causa del SIDA y decir que el condón no es efectivo para evitar su transmisión? ¿No es excepcional contradecir a los expertos y los datos de la Organización Mundial de la Salud que han demostrado, a lo largo de veinte años, que el preservativo es la barrera más eficaz para evitar el contagio del VIH por vía sexual? ¿O lo es aún más que alguien que no puede respaldar sus afirmaciones con prueba médica alguna pretenda que su infalibilidad que no va más allá de la doctrina católica se extienda, con los antecedentes de la Iglesia en la materia, a cuestiones científicas? Afortunadamente, los religiosos que trabajan en países castigados por la pobreza, el hambre, las enfermedades y la muerte, salvo excepciones, hacen poco caso a Su Santidad y además de aplicarse lo de “a Dios rogando y con el mazo dando”, se fían más de Sancho Panza, que solía tener más razón que un santo, y reparten condones entre sus feligreses.
Desde aquí lo que se ve es que estos pronunciamientos del Papa quien, excepcionalmente, parece más preocupado por hacer oír su voz contra la pena capital, la ablación, las torturas o la injusticia de un mundo donde millones de personas viven en la pobreza y la desesperación, acaban en los mismos cubos de basura donde millones de católicos acaban tirando la caja de Durex.