ALEJANDRA BERNARDO/ Monrovia Hora de irse a la cama. Día agotador y reconfortante.
Esto cada día se me hace más familiar. Más cómodo. Más hermano. Algunos dicen que me dejo llevar por la falsa seguridad del recién llegado. La carretera a Robertsfield parece más corta y el camino a la escuela más llevadero. Cuando llueve me parece que es más fácil identificar los baches para poder evitarlos. Después de una semana lloviendo me parece más fácil hacerlo cuando la carretera está seca.
Hoy he tenido una regresión al pasado. Algunos ya lo sabéis. Para otros será completamente nuevo. Me crié en un pequeño pueblo de Orense donde mis padres tenían una granja. A decir verdad no era exactamente una granja, era un cortello, como lo llaman allí, lo que significa que básicamente vivíamos de la agricultura. Unos cuentos animales, tierras para trabajar y un modesto sueldo que mi padre obtenía trabajando como peón para algunas constructoras de carreteras. Eso era lo que teníamos. Eso es de dónde vengo.
Es curioso mirar atrás y reconocer en las cosas que te pasan ahora algunas que has vivido ya. En mi caso en el pueblo. Ese del que os hablaba.
Hoy he recordado momentos que hacía tiempo no recordaba. Cargar, recoger heno, cortar remolacha, ayudar a ordeñar, las noches con mi abuela y con mi madre, charlando, las noches que mi padre pasaba fuera de casa haciendo guardias. Había que trabajar fuera de la manera que fuera porque vender leche y algún que otro conejo no daba para todo lo que se necesitaba en casa y estudiar a la niña. La niña era yo. Soy yo. Aunque ahora ya no soy tan niña. Cumpliré 38 años este mismo, como dice mi abuela “se Dios me deixa chegar”. Y la niña estudió y llegó lo lejos que pudo o que supo. De no haber sido por mis padres no hubiera podido llegar.
Hablando de Dios, hoy cuando recogí a EJ no llovía. Comenzó a llover a la altura de Marshall junction y unas millas más allá de repente paró. Íbamos en silencio. EJ y yo nos llevamos bien. Me gusta esta mujer. Es seria. Es razonable. Es lista. Respetuosa. En el coche hablamos lo justo. Ambas disfrutamos del viaje. Yo conduciendo. Ella viendo el paisaje que seguro ha visto infinidad de veces y que seguro (pienso yo cuando la miro) le traerá también los recuerdos de su infancia, antes de la guerra y otros mucho más dolorosos, durante y después de la guerra.
Inmediatamente después de entrar en área de no lluvia se rompió ese silencio y ella dijo: “Thanks God. It has sttoped raining. God is wonderful. God is big”. No hizo falta decir nada. Mantuvimos nuestro compartido silencio. Las ventanillas bajadas y el viento, revolviendo mi pelo y suavizando su cara. Esbocé una sonrisa. Tuve dos sensaciones al mismo tiempo. La primera, la más rápida. La inmediata. La tristeza que produce la ignorancia identificada. Dios es capaz hasta de explicar los fenómenos meteorológicos!!, pensé sarcástica, claro. De no haber estudiado meteorología estaría rompiendo nuestro silencio para darle la razón?. Y la segunda, un poco más lenta pero la más duradera, el respeto por aquellos que creen y por la paz que ello les brinda, creas o no tú también.